UN AGRADABLE DETALLE
El día del libro
Vicente Adelantado
Soriano
I
Dos libros
Estaba enfrascado
aquella tibia mañana en una amena y agradable lectura cuando
llamaron a la puerta de mi habitación. Nunca me cierro con llave,
así que, sin levantarme de la silla, invité a entrar a quien se
hallaba al otro lado de la puerta. No me debió oír, pues los
nudillos volvieron a repicar sobre la madera. Me levanté entonces y
abrí. Era doña Paquita. Me sorprendió su visita.
-Le había dicho que
pasara -dije un tanto estúpidamente.
-Perdone -contestó
ella-. Ha pasado una auxiliar, me ha preguntado una tontería, y eso
me ha distraído.
-Bueno, pase -la invité
haciéndome a un lado.
-No, no hace falta. No
quiero molestarlo. Venga esta tarde a las cuatro al salón. No se
comprometa con nadie. Por favor.
-Iré. No tema. Hoy no
es viernes, así que no hay cine.
Cierto es que no era
viernes; pero ya habíamos pasado el meridiano de abril, el tiempo
era muy agradable e invitaba a salir a caminar por los parques
cercanos, llenos de flores y de vida. Yo prefiero caminar por las
mañanas, así que tras un breve descanso en mi habitación, después
de comer, me dirigí al salón. No quise hacer un feo a doña
Paquita. Fui el primero en llegar. Poco a poco lo fue haciendo el
resto de los compañeros. Éramos cuatro en total.
-Los he reunido a
ustedes -nos dijo doña Paquita, que se nos presentó en el salón
con un bolso más que mediano- porque les voy a proponer una cosa.
-¿No se irá usted?
-le pregunté señalando el bolso con la vista.
-No, no me voy. Aquí
precisamente -dijo palmeando el bolso- está mi propuesta.
-La escuchamos
-intervino el señor Tomás.
-Muy bien -dijo
metiendo la mano en el bolso y sacando de él pequeños paquetes que
nos fue entregando a todos y cada uno de nosotros. Los paquetes
estaban envueltos en papel de color, distintos unos de otros, y
atados con una cinta, también de colores.
-¿Y esto? -preguntó
el señor Jordi, que se quedó, como el resto, cohibido y perplejo.
-Ábranlo -nos dijo
sonriendo-. Es un regalo -nos explicó en tanto, con más o menos
cuidado, quitábamos la cinta y rompíamos el bello papel satinado. Y
sí, era un regalo. O mejor dicho, dos. Eran dos libros. No muy
gruesos, y muy bien encuadernados.
-¿Y a santo de qué
viene este detalle? -quiso saber el señor Tomás.
-Dentro de una semana,
y por lo tanto tienen tiempo, es el día del libro. El día en el
que, parece ser, murió don Miguel de Cervantes. Me ha parecido una
buena idea hacerle un pequeño homenaje; pero no con discursos y
tópicos. No. Leyendo un par de libros, y hablando de ellos,
informalmente, la tarde de ese día. ¿Algún problema?
Nos miramos los unos a
los otros entre divertidos y estupefactos.
-Los viejos rokeros
nunca mueren -dijo el señor Jordi-. Y las buenas maestras, tampoco.
No se preocupe usted: por mi parte traeré los deberes hechos.
El
señor Tomás y yo también nos comprometimos. Él, no obstante, se
me adelantó a mí en la protesta por el gasto que aquellos regalos
le habían supuesto. Nos acalló diciéndonos que ya nos señalaría
el día de su aniversario para que la sorprendiéramos con algún
detalle. Se excusó,
además, por habernos hecho el regalo con antelación al día del
libro; pero le apetecía el pequeño homenaje a Cervantes. ¿Cómo no
complacer a la buena mujer? Nos entregamos a la lectura con verdadera
pasión: iba para examen.
II
El coloquio
Nos volvimos a reunir
el día del libro poco después de comer. Pecamos los tres de
originales: cada uno de nosotros le llevó una rosa a doña Paquita.
Afortunadamente yo añadí un libro al regalo floral. Amablemente nos
dio la gracias por las tres rosas, todas rojas.
-Al hilo de lo leído
-comencé- y voy a hablar de Cervantes...
-De don Miguel de
Cervantes -me corrigió doña Paquita sonriendo.
-Perdón -le devolví
la sonrisa-. De don Miguel de Cervantes. Estaba diciendo, comenzando
por el libro de don Miguel, que me ha llamado la atención la
importancia que, al principio de la novela, se le da a la
murmuración, aunque no parece que queda muy claro el concepto.
-Sí, es cierto
-intervino el señor Jordi- parece que para el señor perro Berganza,
¿o es Cipión?, la línea de demarcación entre la anécdota, la
historia, y la murmuración es harto sutil.
-Se
puede hablar de todo -explicó doña Paquita con tono didáctico-
mientras no se hiera a nadie. Creo que ese es el límite que marca el
señor perro Cipión: quiero
decir que señales y no hieras ni des mate a ninguno en cosa
señalada; que no es buena la murmuración, aunque haga reír a
muchos, si mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por
muy discreto.
-Sí;
pero usted sabe que, a veces, la crítica también puede pasar por
murmuración. Aun no haciendo daño a nadie. Lo confiesa el otro
perro, al que -dije sonriendo- también hemos de tildar de señor.
Aquí está -añadí tras buscar la cita, pues mi memoria no era tan
buena como la de nuestra anfitriona-: muy
sobre los estribos ha de andar quien quisiere sustentar dos horas de
conversación sin tocar los límites de la murmuración; porque yo
veo en mí que, con ser un animal, como soy, a cuatro razones que
digo me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas
maliciosas y murmurantes.
-Bien ha comenzado la
cosa -dijo doña Paquita complacida-. No esperaba menos de ustedes.
-No es eso lo que me
interesa a mí de este libro -intervino el señor Tomás que, hasta
el momento, no había dicho nada-. Pero tiempo habrá.
-Amanecerá Dios y
medraremos todos. Entre tanto -proseguí yo- déjenme que me
felicite, y que nos felicitemos todos, pues llevamos ya bastante
tiempo juntos, y llevamos unas cuantas conversaciones a cuestas; y
que sepa, aunque tal vez nos haría falta la sutileza de los señores
Cipión y Berganza, o, mejor aún de su creador, de nadie hemos
murmurado en todo este tiempo, y en todas nuestras conversaciones.
-Y no será porque no
hay motivos -intervino raudo el señor Tomás.
-No
estoy yo tan segura de que no hayamos murmurado. Seguro que algo se
nos ha escapado.
Pero no
me maravillo, Berganza; que como el hacer mal viene de natural
cosecha, fácilmente se aprende a hacerle.
Y
fácilmente pasa desapercibido.
-Eso
me llevaría a un viejo tema, u obsesión mía -repliqué- que
también me ha asaltado ahora en tanto leía el Coloquio de
los perros. ¿La virtud se
hereda o se enseña? Yo concluí que se enseña, como casi todo en
esta vida.
-Eso
se lo responde el mismísimo don Miguel de Cervantes. En El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y
me van a perdonar porque no recuerdo dónde, hay una discusión entre
Sancho y don Quijote. Aquel presume de tener tres dedos de enjundia
de cristiano viejo. Y don Quijote le responde que no
con quien naces, sino con quien paces.
Nos quedamos en
silencio meditando durante unos segundos.
-Sin
duda es así -le dije-. No obstante, parece que tiene razón Cipión
al afirmar que el mal nos viene de cosecha... Me explico: hace años
en el instituto un profesor puso una película, La ola,
basada en un experimento. Un
profesor manipula a sus alumnos y estos hacen prácticamente todo
cuanto él quiere. Sin embargo, entre las exigencias del profesor, y
de los mismos alumnos, no hay ninguna que consista en ser mejores,
más virtuosos, buenos ciudadanos... Empapelar una ciudad, hacer
ruidos, molestar, hacer fiestas, eso sí; pero no hay ningún
proyecto de más altas miras.
-Ese es el problema
-intervino el señor Tomás arrimando el ascua a su sardina- que
hemos tenido en los sindicatos: nos acordamos de santa Bárbara
cuando truena. Ahora, llevar una lucha continuada, día a día, ya es
otro cantar.
-Sí, es muy difícil
ser constante -corroboró doña Paquita-. El hombre, como la lengua,
trabaja con el mínimo esfuerzo posible.
-Así nos luce el pelo.
Aunque tal vez tengan razón los señores perros -sentenció el señor
Tomás- y nadie cambiará mientras no cambie el hombre.
-Para largo me lo fiáis
-le repliqué.
-Aquí -dijo el señor
Tomás mostrando el libro de don Miguel de Cervantes- ya está
planteado, y muy bien planteado, lo que es la corrupción. Me han
impresionado las palabras de Cervan... perdón, de don Miguel.
-¿A qué se refiere?
-inquirió doña Paquita.
-A las escenas en el
matadero de Sevilla. Los jiferos son descritos como unos grandes
ladrones de toda la carne que entra en el matadero. Me han recordado
los años que llevamos de corrupción en España con políticos y
allegados.
-Y los que nos quedan
-intervino el señor Jordi.
-Ya
lo advierte don Miguel -dijo buscando una cita. Llevaba el libro
marcado con papelitos de colores-. Aquí está: Los
dueños [de
las reses] se
encomiendan a esta buena gente
[los jiferos o matarifes] que
he dicho, no para que no les hurten (que esto es imposible), sino
para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en las
reses muertas, que las escamondan y podan como si fuesen sauces o
parras.
¿No sería interesante -preguntó irónico- ya que no vamos a poder
evitarlo, poner en la Constitución el tope de la cantidad que los
distintos políticos, según su rango, pueden robar del erario
público?
-Sería consagrar el
hurto -repuso el señor Jordi.
-Y lo otro -le replicó
el señor Tomás- es cerrar los ojos a la evidencia.
-Si me permite -habló
el señor Jordi con una leve sonrisa en los labios- creo que nos
estamos despeñando por el acantilado de la murmuración. -Doña
Paquita sonrió-. Quiero decir que no hay tanto político corrupto
como ladrón había en el matadero de Sevilla. En todas partes hay
gente honrada y buena.
-No le digo que no...
-En eso estoy de
acuerdo con usted -interrumpió la única dama de la reunión-. Yo
terminé harta, siempre que había un claustro en el instituto, o se
hablaba de la juventud, de que todo el mundo se fijara, nada más, en
los malos alumnos, o en los maleducados... Si en una clase había
treinta alumnos, podía usted estar seguro de que una gran mayoría,
veinte o veinticinco, eran buenas personas, educados, y hasta buenos
estudiantes.
-Es cierto -corroboró
el señor Jordi-; pero treinta o cuarenta personas leyendo o
estudiando en una biblioteca pasan desapercibidas, no son noticia, en
tanto que dos necios con un tambor, o con un coche con un aparato de
alta fidelidad, pueden molestar a toda una ciudad.
-Es
verdad -dije en tanto me venía a las mientes una frase de Cervantes,
así, ya que doña Paquita no me oía los pensamientos, que no sé si
tenía mucha relación con el caso, pero que a mí me apetecía
soltar-. No sé -advertí- si viene a cuento o no; pero oyendo al
señor Jordi he recordado que advierte don Miguel que para
saber callar en romance y hablar en latín discreción es menester,
hermano Berganza.
-Pues, hombre -me dijo
el señor Jordi sonriendo- qué quiere que le diga... Mucha relación
no parece que tenga. Pero tampoco tenemos que andar por aquí
buscándole los cuatro pies al gato.
-No hace falta buscar
nada -tomó la palabra el señor Tomás-. Yo no sé si es murmurar o
no -dijo mirando a doña Paquita-, pero quiero hacer insistencia en
lo mismo que lo hace don Miguel. Me ha llamado la atención.
-Algo relacionado con
la política será -le replicó doña Paquita.
-Todo está relacionado
con la política, señora mía. O todo es política, como usted
prefiera.
-Sea
tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.
-Limpia
como una patena, y aun le diría que con sus puntas y adornos de buen
católico y claro lector de los Evangelios, pues el señor Berganza,
contando sus andanzas, hace una contrafigura de Jesús, del Buen
Pastor. Y volvemos a hablar de la corrupción. Lo recordarán
ustedes: se mete el buen can en un hato de pastores como perro
guardián. Todas las noches lo azuzan en contra de los lobos; y todas
las noches los lobos matan un carnero sin que él, ni los otros
perros, lo puedan evitar. Por el día, ante el nuevo ataque, se
desespera el dueño del hato, y reciben palos los perros, que se han
hecho pedazos corriendo tras el lobo. Y
así, viéndome un día castigado sin culpa y que mi cuidado,
ligereza y braveza no eran de provecho para coger el lobo, determiné
de mudar de estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de
costumbre, lejos del rebaño, sino estarme junto a él: que pues el
lobo allí venía, allí sería más cierta la presa. Cada semana nos
tocaban a rebato, y en una oscurísima noche tuve yo vista para ver
los lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase. Agachéme
detrás de una mata, pasaron los perros, mis compañeros, adelante, y
desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron de un carnero de los
mejores del aprisco, y le mataron, de manera que verdaderamente
pareció a la mañana que había sido su verdugo el lobo. Pasméme,
quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos y que
despedazaban el ganado los mismos que lo habían de guardar.
-Homo, homini lupus
-dije sintiendo que la dichosa frase latina me salía de las
entrañas.
-Ahora, ahora -se
alegró el señor Jordi- ahora es cuando usted le da la razón a don
Miguel con eso de los latinajos.
-¿Por qué? -interrogó
doña Paquita-. Está muy bien traída esa conclusión, aunque sea en
latín.
-Máxime -volvió a la
carga el señor Tomás, que no soltaba su presa- si este cuento lo
tomamos como una parábola. Aunque no hace falta. Es claro como la
luz del día.
-Sí -dije- la
corrupción es consustancial al hombre, como la murmuración.
-¿Y cree usted que
siempre será así?
-No lo sé -respondí-.
Poco antes de venir aquí... yo vivía en un piso bastante alto.
Desde la ventana de mi habitación veía parte de una gran avenida.
Al inicio de la misma, en un chaflán, sobre la acera, había un
contenedor. Un día de mucho viento, este arrojó a dicho contenedor
sobre la calzada con evidente peligro de los conductores. Una pareja,
un hombre y una mujer, que pasaban por la acera, se bajaron y
comenzaron a empujar el contenedor. No podían con él. Un conductor
los ayudó empujándolo con su coche... y luego lo subieron a la
acera. No sé, tal vez estaba yo sentimental aquel día. Pero eso me
alegró. Ese mismo día fui a coger el autobús, y cuando subí me
percaté de que me había dejado el bonobús en casa... Un
desconocido me pagó el billete...
-Sí, es una pena que
los humanos no nos ayudemos más.
-Tal
vez sea por nuestras propias limitaciones o por ignorancia. Yo estoy
seguro, por ejemplo, de que doña Paquita hubiese preferido que
hubiéramos hablado de la importancia de don Miguel de Cervantes como
novelista en vez de hablar de lo que hemos hablado, y de la
desastrada forma en que lo hemos hecho. Yo he intentado complacerla,
y así tal vez podría hablarle de la crítica que el señor perro
Berganza hace de la novela pastoril, por la que, no obstante, siente
una cierta atracción, como don Miguel la sentía por las denostadas
novelas de caballerías.
Tal vez sería capaz de establecer un paralelismo entre el señor
Berganza y el malaventurado Lázaro de Tormes. Son, y corríjame si
me equivoco, los inicios de la novela moderna: el personaje que se
define conforme va actuando, pasando por diversos estadios...
-Son ustedes -dijo doña
Paquita emocionada- la mejor compañía que una podía desear.
-No quiero que se
levante la tenida -dijo el señor Tomás- sin antes recordar otro
pasaje, y nos dejamos muchos por comentar.
-Eso
estaba previsto -intervino una doña Paquita emocionada-: no
sólo no me maravillo de lo que hablo, pero espántome de lo que dejo
de hablar.
Pero
diga usted.
-Digo
que me han hecho mucha gracia los pasajes del alguacil cobarde que
pasa por valiente sorprendiendo a quienes lo son, o sobornando a los
truhanes para que se dejen vencer de él en medio de la plaza.
-El miles gloriosus
-apuntó doña Paquita-. El soldado fanfarrón, presente en muchas
obras de la literatura castellana. Y qué bien se la juegan los
gitanos.
-Y
en justa correlación con él -siguió el señor Tomás- está la
historia de la perrilla faldera que, amparada de su ama, se atreve a
morder una pierna al sufrido señor Berganza. Consideré
en ella que hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e
insolentes cuando son favorecidos, y se adelantan a ofender a los que
valen más que ellos.
-Esa
última parte siempre me ha recordado a Lázaro de Tormes, cuando
cuenta que su hermanico, habido de su madre con un negro, y de su
mesmo color -así lo dijo doña Paquita- se pasma y asusta de ver a
su padre, negro como él, a quien llama el coco. Yo,
aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico y dije
entre mí: “¡Cuántos deben de haber en el mundo que huyen de
otros porque no se ven a sí mesmos!”
Y en esto entró una
bella señorita llevando una pequeña tarta, fabricada con
edulcorante, y una botella de champán. Era un detalle del señor
Jordi, quien me rogó que no lo descubriera: quería mantener vivo el
tópico de la tacañería de su gente.
-Se nos ha quedado un
libro por comentar -dije yo-. Y este por acabar.
-Y
a mí se me ha quedado en el tintero la solución del arbitrista para
salir de la crisis actual, que tantas desgracias está generando. La
solución de don Miguel puede parecer una ironía, pero tiempo al
tiempo... Se la apunto para que se la digan a la señora canciller de
las Germanias. Hagan la traducción como Dios manda: Hase
de pedir en Cortes que todos los vasallos de su Majestad, desde edad
de catorce a sesenta años, sean obligados de ayunar una vez al mes a
pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y
que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado,
vino, huevos y legumbres que han de gastar aquel día, se reduzca a
dinero, y se dé a Su Majestad, sin defraudarle un ardite, so cargo
de juramento; y con esto, en veinte años queda libre de socaliñas y
desempeñado.
En tanto el señor
Tomás leía este párrafo, el señor Jordi abrió la botella de
champán, llenó las copas e hizo que nos pusiéramos de pie.
-Doña
Paquita -dijo el señor Jordi- es usted, o ha sido, y lo digo por lo
que ahora veo y espero ver en el futuro, una buena maestra. Una gran
maestra. Me he aprendido el fragmento de memoria. Espero que esta no
me falle. Va por usted: No
sé qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco, o
nada, de ella, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la
solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros
enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su
juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino
de la virtud, que justamente con las letras les mostraban.
Y
en esto a doña Paquita le brotaron las lágrimas, nos besamos y
abrazamos todos, y concluimos la tarta y el champán. Y así
celebramos, en paz y armonía, el día de don Miguel de Cervantes. La
celebración nos quedó un poco desalabazada, lo sé. No obstante, ad
mutos annos, don Miguel, y
perdón por el latinajo. Y no digo más.