sábado, 4 de mayo de 2013

La caza


LA CAZA

Vicente Adelantado Soriano

A los habitantes del pueblo donde transcurre la acción de la película de Thomas Vinterberg se les podía acusar, entre otras cosas, de ver poco cine; y de desconocer, en consecuencia, a los grandes clásicos. Con ello le estaríamos dando la razón a don Pío Baroja cuando dijo que el nacionalismo se cura viajando y el carlismo leyendo. Para que la frase de don Pío tenga sentido, debemos tomar el carlismo, aquí y ahora, como el paradigma de los absolutismos, o del más negro de los fascismos, que es aquel que no reconoce más derecho que el propio y el de quienes le son afines. El desconocimiento, de cine y de libros, y la pereza mental, que viene a ser lo mismo, van a formar una tela de araña, propia de las casas sin limpiar, que se va a convertir en una verdadera pesadilla para Lucas, el protagonista de la historia.
En La caza no se juega con el espectador: este tiene claro en todo momento cuanto está sucediendo. No hay intriga. Hay, eso sí, el poner al desnudo a una sociedad a la que la pereza mental va a llevar a cometer una terrible injusticia. Esa podría ser una primera lectura y valoración del vecindario. Pero hay más: tomada la resolución por parte de los vecinos, no importa siquiera el veredicto de la justicia, capaz, cuanto menos, de dudar de la veracidad no de las acusaciones sino de los rumores, de lo insinuado. Quizás hacer otra cosa les llevaría a los vecinos a adentrarse en su mundo, en ellos mismos, donde tal vez no les agradaría nada de cuanto iban a encontrar. Siempre es más cómodo y rentable buscarse un enemigo con el cual justificar la ignorancia y la vileza propia.
Narrada con un pulso firme la película deja claro, ya desde el principio, la soledad de la niña, siempre en la puerta de su casa, que tiene miedo a pisar rayas, y su encariñamiento por el mejor amigo de su padre, siempre dispuesto a ayudarla; pero no a asumir el papel de padre. Y ahí comenzarán sus verdaderos problemas. Una insinuación de la niña, excelentes las interpretaciones tanto de Mads Mikkelsen en el papel de Lucas, como de la niña Annika Wedderkropp en el de Klara, dará pie a toda una pesadilla. Dimana, como he dicho antes, de la falta de conocimiento cinematográfico, o de la pereza mental. No entra en la cabeza de cualquier persona sensata que la directora de un colegio se niegue a oír a un maestro alegando que los niños nunca mienten. Evidentemente esta buena señora no vio en su día, pese a su edad, la excelente película de William Wyler conocida en estos pagos con el título de La calumnia. Una maestra de escuela con pocas inquietudes y menos cabeza. Y una sociedad hipócrita, excelente la escena en la iglesia celebrando la Noche buena, donde lo que se dice va por un sitio, y lo que se siente por otro bien distinto. Y, desde luego, es para echarse a temblar cuando se piensa en lo que sienten.
Dice el refrán que en todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas. Viene a cuento esto por si alguien pensaba, tras haber visto, entre otras, la magnífica película de Fritz Lang, Furia, que sólo las sociedades jóvenes, como la americana en su día, son dadas a tomarse la justicia por su mano. Mequetrefes y mezquinos hay en todo el mundo; y buen cine, gracias a Dios, no sólo en Estados Unidos. No, la historia no ha terminado: ni la religión ni la justicia ha calado en la sociedad más allá de las fórmulas, los cánticos y los formulismos. Lucas se ha convertido en una víctima. Y lo seguirá siendo. La pieza no ha sido abatida. Una buena e inquietante película muy apropiada para estos días los que se criminaliza todo aquello que va en contra del poder. No se la pierdan.

En el santuario


EN EL SANTUARIO
(Peñalba de Villastar)
Una conversación con Bécquer

Vicente Adelantado Soriano


No recordaba si se podía subir con el coche hasta el pie del farallón, o había que dejarlo nada más comenzar el largo camino ascendente que lleva hasta él. Siempre cometo el mismo error: o bien no me acuerdo de llevarme la información sobre los sitios que voy a visitar, o bien se me olvida guardarla en mi breve mochila. Sea como fuere, opté por la misma y vieja solución: dejar el coche, calzarme las botas de siete leguas, ponerme el sombrero, y comenzar a caminar. No había nadie por allí. La mañana era espléndida, aunque un poco fresca. A los pocos minutos, no obstante, ya estaba comenzando a sudar. Un maravilloso silencio lo inundaba todo. Pasé buena parte de la mañana caminando. Hasta llegar al santuario, donde me demoré todo el tiempo del mundo. Me gustó cuanto vi y cuanto intuí.
Valió la pena. Siempre vale la pena. Cuando horas después, oliendo a monte, me senté en el agradable bar del balneario de Manzanera, tenía los pies que me echaban fuego. La jarra de cerveza me sentó de maravilla. Don Gustavo, que había estado esperándome, tenía otra ante sí. Sonrió al verme.
-Siempre que me enfrento con el mismo problema -dije tras saludarlo-, me acuerdo de la solución que le da don Miguel de Cervantes. Y siempre me parece que su explicación no es, en el fondo, más que la confesión de una cierta impotencia -confesé intentando luchar contra el sonrojo. Bécquer sonrió.
-Es que tal vez -murmuró- no hay otra forma humana de explicarlo. Hay cosas que, por más que se quiera, no se puede llegar a ellas. El misterio. ¿Y qué es lo que se ha encontrado usted allá arriba? ¿Se imagina usted una vida sin misterio? ¿Una vida en la que todo se supiera? ¿Qué hay en el santuario?
-Es cierto, tiene usted razón -repliqué riendo-. La vida sin misterio sería muy aburrida.
-Claro, no existiría el estudio, ni la investigación, ni tal vez los viajes, ni las caminatas. ¡Ah, querido amigo, y qué placer, sin embargo! Los perezosos ya tendríamos la justificación perfecta para pasarnos la vida sin hacer nada.
-No estoy tan seguro de eso -dije con un dejo de terror ante la desaparición de mis excursiones-. Creo que aparecería algo nuevo, o el hombre comenzaría a pensar en algo... No, no me veo a todos sin hacer nada. Hasta los abuelitos aquí, en el balneario, leen o juegan a las cartas o al ajedrez, o recogen piedras...
-Sí, ya veo. Y sin embargo, nada hay mejor que el ocio.
-En eso estoy de acuerdo con usted; pero el ocio con letras. Acuérdese de lo que decía Séneca: otium sine litteris mors est et hominis vivi sepultura.1
-¡Hombre! ¿Sabe usted latín?
-No. Eso quisiera yo. Pero tampoco soy el pedante contra el que arremete don Miguel en El coloquio de los perros, ¿se acuerda?: hay algunos romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes latinos, y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo.2
-No haga mucho caso de don Miguel: es un humorista. Y ya sabe, va negando una cosa y haciéndola al mismo tiempo.
-Sí, ya lo sé; pero hay que tener gracia para hacer eso. Y como yo no la tengo, le confesaré que el soltar latinajos no es más que la confesión de mi ignorancia: como no pude estudiar latín, di en aprenderme todas las oraciones y frases que caían en mi radio de acción.
-¿No esperaría usted -me preguntó asombrado- aprenderse toda la lengua latina de semejante forma?
-Bueno, nunca se sabe. Cosas más difícil han pasado. Y ánimos no me faltaban.
-Me parece que también es usted un buen humorista.
-Lo intento; pero muy a menudo me resulta difícil y complicado. A veces es difícil hasta sonreír. Con todo lo que está sucediendo en el país, con corruptos, políticos ineptos, bancos saqueados y millones de parados, lo mejor es taparse las narices, y pasar por él como se pasa por una letrina. Y subir a las montañas de vez en cuando.
-Bien. Volvamos al principio porque yo creo que me he perdido un poco. Había dicho usted, hablando de no sé qué, que la explicación de don Miguel no le satisfacía...
-Sí. Estaba pensando en cuando plantea la cuestión de si el poeta nace o se hace.
-¡Ah, Dios mío! Terrible dilema ¿Cree usted que el estudio puede favorecer a alguien en este sentido?
-No lo sé. Pero, sinceramente, lo mismo me sucede con el resto de las cosas humanas. Tampoco sé si una persona es buena persona porque ha nacido así, ha vivido en un clima determinado, o por qué... El mismo don Miguel dice, en la misma novela, que, como nos viene de naturaleza, tendemos a murmurar. Como el hacer el mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende a hacerlo.3
-¿Usted cree? A mí todo me parece un misterio. Y demasiadas veces -añadió poniéndose serio, tal vez acordándose de una mujer- no hacemos el mal por el mal mismo, sino por ignorancia, por estupidez, por puros espejismos.
-No me sirve esa explicación. Lo único que demuestran sus palabras es que usted sí que es una buena persona. Si todo son espejismos, es fácil perdonar.
-Es posible que la bondad sea no tener ganas de indagar, de ir más allá, de dejar las cosas como están...
-Es posible que tenga usted razón. Y también es muy posible que tenga razón Quevedo, y que sea más fácil perdonar que tomar venganza.
-¡Hombre! Don Francisco, tan ingenioso como siempre. ¿Dónde lo dice? No me acuerdo...
-En Doctrina moral del conocimiento propio, y del desengaño de las cosas ajenas. Dice lo siguiente: Así lo mandó Christo: “Amad a vuestros enemigos”. Rigurosa y desabrida cosa fuera y llena de peligros este mandar vengar de tu enemigo: salir a media noche, o solo, o acompañado de armas o, rodeado de amigos, a acecharle y al cabo procurar su muerte. ¡Cuánto mejor es perdonarle, cosa que puedes hacer en tu casa cenando y acostado y con todo descanso!4
-¡Ay, don Francisco, don Francisco! Tan ingenioso como siempre. Y, sin embargo, no le falta razón. ¿No le parece? A mí todo lo que tienda al ocio, me suena de perlas. Tenga usted en cuenta -añadió acariciándose la perilla- que el trabajo es un castigo divino. E ir por ahí cargado de armas y acechando...
-Una contradicción más. Pues a veces vengarse de alguien exige un trabajo enorme; trabajo que, no obstante, se hace muy a gusto, aun cuando nos pasamos la vida renegando del trabajo.
-Sí, hay que reconocer que los humanos somos bastante contradictorios: basta que nos manden una cosa para no hacerla; ahora si es por nuestro gusto y contento, somos capaces de subir la montaña más alta, y descender a las más profundas simas.
-Sí; lo hacemos así porque algo que nos impele a ello. Tal vez el afán de saber. El misterio. Y no hacemos daño a nadie. Es cierto, a veces somos capaces de escalar montañas, y otras veces nos dejamos caer al abismo...
-Ya. Creo que comienzo a entenderlo. Y volvemos al principio: hay que educar a ese gusanito que llevamos dentro. Aunque el poeta no se haga. Pero sí se puede hacer al investigador, al curioso.
-Eso debe usted saberlo mejor que yo. Yo no sé si el poeta nace o se hace. Pero quiero creer que la virtud se enseña. Al fin y al cabo es probable que sea más fácil ser una buena persona que un mediano poeta. Aunque visto lo que está sucediendo en el país...
-Es posible que tenga razón. Pero -añadió sonriendo- esto en otra época podía costarnos algún serio disgusto con la santa inquisición.
-Es cierto. Demasiado a menudo se dan muchas cosas por sabidas. Y, analizadas, no dejan de ser falsedades.
-Sucede eso con harta frecuencia. No se lo niego.
-Hace años nos lo advirtió Erasmo de Rotterdam. Y perdone, pero voy a soltar otro latinajo: monachatus non est pietas.
-El señor Erasmo tiene razón: la piedad, o los buenos sentimientos, no son privativos de nadie, ni de ningún lugar. Afortunadamente. Recuerde también que don Miguel insiste, y no cambio de tema, que tantas tonterías se pueden decir en latín como en cualquier lengua.
-Sí. Y yo aquí traería a colación al bueno de Sancho, y le embutiría un refrán: dime de qué presumes y te diré de qué careces.
-Antes de continuar por estos derroteros, querido amigo, quisiera hacer una aclaración.
-Soy todo oídos.
-Como usted sabe, nadie está libre de pereza, aunque a todos nos guste pasar por laboriosos o muy trabajadores. Esa pereza ha hecho que yo solamente sea conocido por mis Rimas y Leyendas. Y que me hayan colgado el sambenito de tradicionalista cuando no el de retrógrado. Se tacha a una persona de algo, y todos tenemos el pleno convencimiento de que ya la conocemos. ¿No es así?
-Sí. Es cierto.
-Dígame, ¿se definiría usted como tradicionalista por ir a visitar santuarios de dioses que nadie conoce, utilizados por personas de quienes ya no quedan ni los huesos?
-No. Desde luego que no. Y, además, le contesto con sus propias palabras: No es esto [la contemplación del pasado] decir que yo desee para mí ni para nadie la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no tiene razón de ser nuevamente, y no será.
Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos llegado hasta aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ineptitud e incuria.5
-Me deja usted sin palabras. Y dicho eso, y volviendo al dicho de que la piedad no reside en los conventos, sí que me gustaría añadir, sin peligro de ser malinterpretado por usted, que tanto en la Edad Media, como en el Renacimiento, y hasta en mi época, mucha gente era encerrada en conventos, o veía en ello un medio de vida. Mire, medio mundo critica al otro medio, y le achaca las faltas que no ve en sí mismo. Exigimos vocación a los demás sin querer percatarnos de que pocos de nosotros seguimos nuestras verdaderas inclinaciones. Tal vez -añadió sonriendo- porque no nos dan de comer: nadie le paga a uno porque se esté en Veruela sin hacer nada.
-O por subir a lo alto de una montaña, a un santuario, y hacerse la ilusión de que se han conocido mejor a los antepasados. Y, en consecuencia, a los contemporáneos.
-Tengo que decirle que a mí me pagaban por mis artículos.
-Yo no he logrado ese privilegio. Pero sí, con respecto a la montaña, tengo la impresión de conocer un poco mejor a la Humanidad. Hay allí inscripciones que, al parecer, no se sabe lo que significan. Hay hasta unos versos de la Eneida.
-Eso de muestra que el santuario tuvo que ser importante.
-Tuvo que serlo. Está alejado. Cuesta acceder a él. En todo el trayecto no he visto un alma. Ni he oído nada que no fuera el graznar de algún cuervo o mis propios pasos. Un maravilloso silencio.
-Qué paz y qué tranquilidad, ¿verdad?
-Sí; pero allá arriba, junto a las inscripciones que dejaron nuestros antepasados, había otras más recientes: la del pobre hombre que no quiere ser olvidado, y deja allí, grabado en la piedra, su nombre y el día en el que tuvo la ocurrencia de personarse donde nunca tuvo que estar.
-Tal vez todos tengamos miedo a la muerte, a la desaparición física.
-Es una forma estúpida de luchar contra ella... Allá arriba me he encontrado la vértebra de un bicho. Nunca había tenido un huesecillo de esos entre mis manos. Me ha encantado. Me ha parecido una obra de arte: tan simétrica, tan perfecta, parecía una mariposa con las alas abiertas. Creo que estoy empezando a perderle el miedo a la muerte. Es posible que nunca lo vea nadie, pero la muerte va a dejar al descubierto la belleza de nuestro armazón, del esqueleto.
-No se me había ocurrido pensarlo. Es usted una caja de sorpresas. Pero yo quisiera volver al principio de nuestra conversación.
-Creo que la pregunta inicial, si el poeta nace o se hace, la puede contestar usted mejor que yo. Yo soy incapaz de escribir dos versos seguidos. No le digo una poesía. Imposible.
-Pues entonces, planteemos la cuestión desde otro punto de vista: ¿usted visita santuarios porque le gusta la investigación? ¿Ha nacido así o se ha ido haciendo?
-Yo creo que todos los que visitamos estos lugares, hasta los que profanan las paredes con sus nombres y sus fechas, tenemos algo de religiosos, en el sentido etimológico de la palabra.
-¿Y se ha sentido más cerca de la divinidad allá en el farallón?
-Me he encontrado muy bien.
-No me ha contestado.
-Cerca de la divinidad, y entiendo esta por la bondad, la amabilidad y la consideración, me encontré hace muchos años en un hospital. Acompañé a mi hijo a que le hicieran una radiografía. En tanto esperaba, bajaron una cama donde yacía una anciana. Estaba más allá que acá. Parecía un cadáver. Huesos y piel y cuatro pelos. Instintivamente me alejé de ella. Y en eso salió una médico de una de las habitaciones. Era una mujer joven y guapa. Se dirigió a la anciana, le habló, la acarició, le apretó las manos, la miró con cariño... Me quedé impresionado. Era aquello... Sí, era aquello. Hoy, antes de subir al santuario, he entrado en un bar a tomarme un café con leche. Al entrar, el dueño del bar estaba de espaldas a mí. Al girarse para atenderme, he visto un rostro que era la pura bondad. Hacía años que no veía una cara tan de buena persona como la de ese hombre. Me hubiese gustado saber dibujar como usted, y hacer su retrato... Yo no soy así. Por lo tanto, también la bondad se hace.
-Y ha subido usted al santuario del dios Lug en demanda de esa bondad.
-No. He subido porque me apetecía. Y porque he sido profesor, me gustan sus Cartas, y quería darle la razón.
-Dígame. Soy todo oídos.
-Es cierto. Tiene usted razón: lo han reducido a las Rimas y a las Leyendas. Creo que poca gente conoce el resto de su obra. Y sus Cartas deberían ser lectura obligatoria, al menos en los centros de enseñanza.
-¡Por Dios! Tampoco es eso.
-Déjeme que me explique, por favor. Si queremos que se respete y se ame lo nuestro, historia, lengua, paisaje y demás, deberíamos tener grabado a fuego, en los colegios, universidades e institutos, estas palabras suyas: el Gobierno debería fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones útiles para todo género de estudios.6 Creo que se le olvidó un dato muy importante: los alumnos también deberían participar en esas excursiones. Tal vez así aprendieran a amar el paisaje, los árboles, el campo y los santuarios.
-O a odiarlos, si están hechos a ir con los coches y las motos de aquí para allá.
-Hay que arriesgarse.
-Sin duda. Salgamos a pasear -dijo don Gustavo apurando su cerveza y levantándose. Le gustarán los alrededores del balneario.
-Los conozco. He estado aquí varias veces. Y siempre que vengo, me acuerdo de lo mismo: de Hans Castorp, el protagonista de la novela de Thomas Mann, La montaña mágica.
-Una excelente obra. Algún día tenemos que hablar de ella.
-Pero en este lugar.
-En este lugar. Lo esperaré, con la cerveza en la mano, a que baje usted del santuario. Porque, estoy seguro, querrá volver a subir.
-Sí. Lo haré por todas las veces que no subí a mis alumnos. Y porque allí se respira un aire muy puro. Y creo que me entiende.
-Es una excelente forma de flagelarse -dijo Bécquer estallando en carcajadas-. Por lo demás, entiendo que allí el cielo es muy transparente. Y a lo mejor es lo más transparente que tenemos.
1Séneca, Epístolas morales a Lucilio, Ep. 82
2Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros. En Novelas ejemplares III. Edición de Juan Bautista Avalle-Arece. Clásicos Castalia, Madrid, 1982, p.267
3Ibídem, p. 245
4Francisco de Quevedo, La cuna y la sepultura. Doctrina moral. Edición de Celsa Carmen García Valdés. Cádtedra Letras hispánicas, Madrid, 2008, p. 187
5Gustavo Adolfo Bécquer, Desde mi celda, carta IV
6Gustavo Adolfo Bécquer, Desde mi celda, carta IV

viernes, 26 de abril de 2013

Importencia


IMPOTENCIA

Vicente Adelantado Soriano

A doña Paquita Álvaro González, maestra jubilada

Los mochuelos ciegos dominan el nido de las águilas.
Ricardo de Bury, Filobiblión o muy hermoso tratado sobre el amor a los libros.

Quizás no se pueda evitar el permanente sentimiento de impotencia que padecen algunos humanos. Quizás esa impotencia sea consustancial al hombre; o, cuanto menos, el precio a pagar por intentar, consiguiéndolo a veces, saltar por encima de unos ciertos límites, vallas o acotaciones. También cabría preguntarse si no es igualmente consustancial a todo humano no aceptar barreras, o, ya que están, tratar de salvarlas. Y si lo hace, ¿cómo estar seguros del posible éxito?, ¿cuándo y cómo se sabe si se han superado esas barreras? Tal vez podría contestarse a esta pregunta diciendo que, la mejor forma de constatarlo, es teniendo un claro indicio de haber alcanzado una cierta sabiduría, o, quizás, un poco de tranquilidad, paz y sosiego. ¿Se puede conseguir algo así en este mundo tan agitado y competitivo? Se pueda lograr o no, parece innegable que todo tipo de sociedad, religión y credo político, no persigue otra cosa que la paz y el sosiego, a menudo mal entendida y peor llevada a cabo, bien sea para toda la comunidad o bien para unos pocos, los privilegiados. Si se busca para unos pocos, los otros, la inmensa mayoría, deberán contentarse con sucedáneos, con mentiras y con no percatarse, si quiera, de que están encerrados en un corral cercado por vallas. ¿Puede la ignorancia hacer feliz a las personas? ¿Y puede el resto, la minoría gobernante, dormir tranquila intuyendo que, en cualquier momento, alguien puede pedir cuentas? Por no hablar de la conciencia. Demasiadas preguntas para tan pocas soluciones.
Una forma, imposible dada la brevedad de la vida, de llegar a obtener algunas respuestas, tal vez fuera vivir muchas y variadas vidas en varios escalafones, sin perder la memoria de ninguna de ellas. A semejante planteamiento respondería un letrado, Ricardo de Bury por ejemplo, diciendo que para suplir esas imposibles vidas están los queridos y honrados libros. Gracias a ellos nos metemos en otras situaciones y en otras pieles. Pero los libros están escritos por intelectuales; y estos, cuando hablan de quienes no lo son, no hacen sino interpretaciones, que pueden ser, por supuesto, tanto acertadas como erróneas. Ricardo de Bury, por no citar a otro intelectual, afirma que el hombre nace con una doble pasión: la de la libertad personal en lo que respecta al gobierno, y la del placer en lo que respecta al trabajo.1 Y ya tenemos aquí planteado el gran problema, o, por mejor decir, los dos eternos problemas: ¿qué es la libertad personal y hasta dónde puede llegar? Por supuesto, toda sociedad tiene sus normas, sus reglas y leyes, que no se deben traspasar. Ahora bien, las leyes, que no son más que pactos humanos establecidos para vivir en comunidad o yugos que los poderosos imponen a las cervices de sus súbditos, rehúsan ser sometidas a esta labor de inducción, origen de la verdad y la equidad, porque dependen más del imperio de la voluntad que del testimonio de la razón.2 Las leyes, pues, no constituyen ninguna ciencia con sus reglas y sus datos comprobables. Y no es que la ciencia no sea discutible, que lo es, o que no se pueda poner en cuestión; máxime, como cabe suponer, se puede cuestionar la voluntad de un monarca, de una oligarquía o del gobierno y de los gobernantes que se quiera. Por lo tanto habrá que andarse con pies de plomo sobre lo que se determina con las leyes, pues cualquier error o abuso puede llevar al desencanto o a la confrontación. Imaginamos al bueno de Ricardo de Bury espantado por estas palabras; y tal vez diciendo, si no tuvo en cuenta el alcance de las suyas, que el que las Leyes no sean una ciencia exacta no presupone que no tengamos que guardarlas y seguirlas. Y entonces ¿qué hacemos con esa primera pasión, la de la libertad personal? ¿La resignamos? ¿Es factible vivir bajo una dictadura, bajo falacias y mentiras, ignorar los tejemanejes del poder, aplaudirlos pese a todo y ser feliz? Si es así tal vez la ignorancia sea una verdadera felicidad. Y en ese caso restaría por saber, y vamos a la segunda pasión, si el trabajo que hacen los ignorantes los hace igualmente o doblemente felices.
Deberíamos preguntarnos, a estas alturas, qué entendemos por felicidad. Tal vez lo mejor, y más práctico, sea no meternos en excesivas honduras. Digamos, en consecuencia, que una persona feliz en su trabajo es, o podría ser, aquella que al levantarse de la cama no reniega del día que comienza, ni ve a esas veinticuatro horas que tiene por delante como una rampa de difícil ascensión, pero que no puede dejar de recorrer. En caso contrario, siempre cabría la posibilidad de abandonar el trabajo o de poder cambiarlo. Es posible que semejante trueque se haya podido hacer en alguna de las muchas edades del hombre; hoy en día desde luego que no. El trabajo, cualquier trabajo, se ha convertido en un bien tan preciado y escaso como una gota de agua en el desierto. La pésima distribución de ríos y manantiales hace que unos se mueran de sed, y otros puedan beber agua de las puras cumbres de las montañas, o de los icebergs, que, al parecer, todavía es más pura y costosa. Aun así es posible que el hombre sea feliz hasta cierto punto, hasta el punto en que se ha creído las campañas políticas que tratan de imbuirle la importancia de su trabajo para la buena marcha del país. Siempre habrá alguien dispuesto a escribir un beatus ille, aunque tampoco faltará algún que otro autor que, junto al lirismo de la vida campestre, nos anuncie la enorme dureza que la vida en el campo encierra. Que quienes lo sufren se lo crean o no ya es otra cuestión. No hay que confundir la resignación, la impotencia, con la ignorancia.
Es probable, por otra parte, que la mera posesión del trabajo le proporcione una cierta felicidad al hombre: gracias a él puede comer, tener un techo, mandar a su hijo a la escuela, y tomarse una cerveza de vez en cuando. En ciertas situaciones esto, y más, mucho más, que debería ser lo normal, es un privilegio. Y entonces, si el hombre carece de libertad para decidir sobre las leyes y los gobiernos; si se ve obligado a hacer lo que no le gusta, y aun así es un privilegiado, debemos deducir que algo no funciona bien, algo falla, máxime cuando hay tantas personas, por regla general gobernantes y satélites, que viven sin apuros, sin ansias, aunque, tal vez, sin paz ni tranquilidad. Si son personas cabales, por supuesto.
Es difícil, por no decir imposible, cambiar de sistema político, demasiados intereses de por medio, tanto como cambiar de trabajo. Y si se lograra mudar de forma de gobierno, ejemplos y casos hay, lo que no conviene olvidar es que también el nuevo sistema será creación humana; y, por lo tanto, imperfecto. Pasará el tiempo, y así lo atestiguan los libros, y lo envejecerá; se cuarteará su faz; y, de nuevo, se harán leyes para apuntalarlo y para que los hijos de sus inventores no pierdan los privilegios que antes tenía la nobleza por herencia de sangre, y ahora por otras herencias no menos cuestionables. Y siempre es lo mismo.
La vida es harto breve, aunque, a veces, un minuto pueda parecer un siglo. Y gracias si dicha brevedad, o una buena parte de la misma, la podemos utilizar en nuestro gozo y provecho, sea con el trabajo y el gobierno que sea. Y más gracias debemos dar todavía si hemos consumido nuestro tiempo en tanto descansaban las lanzas bipotentes, y dormían los épicos clarines que despiertan a los horrorosos ejércitos. Debemos reconocer nuestra buena estrella si hemos tenido la enorme fortuna de usar los dedos para aquello que han sido creados: que los dedos han sido otorgados más bien para escribir que para luchar.3 Supongamos, pues, que tenemos un gobierno que gobierna, y pasa desapercibido; y una paz medio llevadera. Resta pedir por acrecentarla, por la justicia y la equidad, a fin de poder llevar hasta sus últimas consecuencias la segunda pasión, la del placer en lo que respecta al trabajo.¿Qué tipo de trabajo le gusta a cada una de las personas que componen la sociedad? ¿Y es factible realizarlo? Centrémonos en uno, en el estudio de determinadas artes o disciplinas.
¡Oh Creador amante de la paz, pulveriza a las naciones belicosas, que hacen más daño a los libros que todas las demás calamidades juntas!4 No solamente la guerra, sin embargo, está en contra de los libros y los destruye. También se puede sublevar contra ellos, encerrándolos en la mazmorra del desprecio y del olvido, un pretendido pragmatismo, un fin en el cual los libros tienen un cierto papel, pero no el papel principal. Los libros para una persona práctica y sensata, pragmática, se pueden convertir en nuestros enemigos, en la mirada que todo lo envenena, en un monstruo que nos encanta, nos vacía las entrañas y nos arroja como un vampiro puede arrojar a su víctima tras haberle succionado la sangre. Leer o ir al teatro, o al cine, puede ser una aventura harto peligrosa: el lector o espectador puede quedar petrificado ante esa Medusa, que la inmensa mayoría de la sociedad considera engañosa. “Está muy bien buscar el placer, le dirán entonces; todos lo buscamos y lo pretendemos, pero hay una escala, un orden, una jerarquía, primum manducare, deinde philosophari.” ¿Y alguien ha visto que una persona normal y corriente pueda vivir de sus filosofías, de sus especulaciones, de sus búsquedas en una sociedad en la que ni hay inquietudes ni se lee? ¿Y qué se busca en los libros? “No se vive de cuentos y ensoñaciones”, seguirán diciéndole. Y aquel que busca el placer en el trabajo se percatará, a los pocos lances, que es cierto cuanto le han dicho y predicado: no tardarán en recordarle que el Príncipe de los Ingenios estuvo a punto de morir de hambre, como su Licenciado Vidriera, ¿y quién como él? Y así el libro y sus enseñanza aparecen como un algo inalcanzable y generador de impotencia, aunque también tiene sus ribetes de ironía: no se toman truchas... y no digo más.5
Ricardo de Bury se deshace en alabanzas a los libros. En ellos se encierra todo; y ellos son el bien más preciado que puede pretender el hombre: El tesoro de la sabiduría y de la ciencia, tan apasionadamente deseable, y que todos los hombres naturalmente apetecen, supera infinitamente a cualquier riqueza humana. Comparados con él, las piedras preciosas carecen de valor, la plata no es más que cieno y el oro no es sino fina arena. Este tesoro, con su esplendor, oscurece la luz del sol y de la la luna, y su dulzura admirable es tal, que ante ella la miel y el maná se tornarán amargos al paladar.6
Sabido es, al menos en una bien extendida cultura occidental, que el libro es compañero imprescindible de la sabiduría, y de la cultura de la juventud. Y que este, como las golosinas, ocupará una parte muy importante de la vida del joven. Luego, pese a todo, tal vez, se convierta en un peligro. Sucederá cuando el joven, que busca el placer en su trabajo, se percate de que toda pedagogía no es sino una imposición a largo plazo. Y, a menudo, la zanahoria del burro, el engaño que se utiliza para llevar las vocaciones a do no querían ir por su propio pie. El ejemplo más donoso lo encontramos, cómo no, en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Esto dice don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, hablando de su hijo, por quien vive harto preocupado a causa de la vocación de este:
Será de edad de diez y ocho años; los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina y griega, y cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, hallele tan embebido en la de la poesía (si es que se puede llamar ciencia), que no es posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara, ni de la reina de todas, la teología. Quisiera yo que fuera corona de su linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras, porque letras sin virtud son perlas en el muladar. Todo el día se lo pasa en averiguar si dijo bien Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio. En fin todas sus conversaciones son con los libros de los referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo, que de los modernos romancistas no hace mucha cuenta; y con todo el mal cariño que muestra tener a la poesía de romance, le tiene ahora desvanecidos los pensamientos el hacer una glosa a cuatro versos que le han enviado de Salamanca, y pienso que son de justa literaria.7
Ya tenemos planteado, pues, el eterno dilema, la eterna controversia entre lo que desea y apetece el hijo, y lo que quieren y mandan los padres. Tengamos en cuenta, además, que don Miguel de Cervantes hace derivar la vocación del hijo de don Diego hacia la poesía. Hubiese sido muy interesante comprobar qué sucedía si dicha vocación lo hubiera empujado a ser cómico. Esto es lo que le responde al atribulado caballero del Verde Gabán don Quijote, que, en ese momento, pasa a ser el padre que, tal vez, todos desearíamos tener:
Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres […]; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso, y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejaren, sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y aunque la de la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar a quien las posee.8
Es posible que la poesía no deshonre a nadie; pero no parece que sea ese el problema que preocupa al Caballero, ni a un padre normal y corriente. El problema reside en preparar al hijo para un trabajo que sí sea pane lucrando, que le dé para comer. “La poesía no es lo indicado, desde luego, ni tampoco las artes”, le dirán. Solucionado ese tropiezo, por supuesto que podrá dedicarse a la poesía, al teatro o a lo que quisiere, pero nunca debe olvidar que primum manducare... Aunque el joven tampoco olvidará, en su defensa, que el que algo quiere, algo no le cuesta; es la variante del refrán de Sancho, no se pescan truchas a bragas enjutas.
El joven, recordando entonces los cantos y alabanzas que, tal vez, le hicieron en su infancia, de los libros y del saber, comenzará a percatarse de que casi todo, en este mundo, es una trampa cuando no una mera engañifa. No se le ha enseñado a nadar para que convierta la natación en un medio de vida sino para que no se ahogue en la piscina del campamento. Si él, por el contrario, se empeña en seguir nadando, comenzará a experimentar los disgustos, los sinsabores y la impotencia. Hasta que dé su brazo a torcer y se avenga a razones. Aun así, y tal como don Lorenzo, el hijo del Caballero del Verde Gabán, pretende abrirse camino con su poesía asistiendo a certámenes, deberá recordar lo que le explica el mismísimo don Quijote: procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se le lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser el segundo, y el primero, en esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en la universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero.9
Ricardo de Bury nació en 1287. Escribió el Filobiblión un año antes de su muerte, en 1344. Miguel de Cervantes nació en 1547 y publicó la segunda parte de El ingenioso hidalgo... donde consta el capítulo de El Caballero del Verde Gabán, también un año antes de su muerte, pero en 1615. Ricardo de Bury se deshace en elogios hacia los libros. Miguel de Cervantes también, pero con salvedades. No hay más que leer el famoso capítulo del escrutinio que hacen de la biblioteca de don Quijote el Cura y el Barbero.10 ¿Qué ha pasado con el libro en esos 272 años que median entre el Filobiblión y la segunda parte de Don Quijote? Tal vez que el libro se ha convertido en un negocio, los certámenes en un reclamo para vender; y todo, hasta los segundos y terceros premios, que antes podían quedar vacantes para los raros ingenios, en una enorme mentira. Al fin y al cabo las novelas de caballerías se venden muy bien, y como abundan más los mesoneros y las maritornes que los sensatos, aquellas habrán de tener riñas y puñadas, damas y requiebros. Y quien no hiciere eso no se alzará con el premio del certamen; e, impotente, deberá reconocer que sus padres tenían razón, que los libros y las artes, pese a Ricardo de Bury y a Miguel de Cervantes, y a cuantos poetas han sido y serán, ha de ser un estudio secundario a menos que se esté dispuesto a padecer penalidades múltiples e impotencia. Aun así, ¿quién no se alegra de leer cosas como esta?: Una biblioteca repleta de sabiduría es más preciosa que todas las riquezas, y nada, por muy apetecible que sea, puede comparársele. Así, quienquiera que sienta en sí una ardiente predilección por la felicidad, la sabiduría, la ciencia e incluso la fe debe sentirse irresistiblemente atraído por los libros.”11 No obstante, todo serán obstáculos y pegas si esa atracción nos lleva a intentar hacernos facedores de los mismos.

1Ricardo de Bury, Filobiblión o muy hermoso tratado sobre el amor a los libros. Traducción y notas de Federico Carlos Sainz de Robles (hijo), Madrid, 1969, cap. XIII
2Ibídem, Cap. XI. Muy significativamente este capítulo se titula “De cómo las leyes no constituyen ninguna ciencia”.
3Ibídem, cap. XVI
4Ibídem, cap. VII
5Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, II, 71
6Ricardo de Bury, Filobiblíón, cap. I
7Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, segunda parte, cap. XVI
8Ibídem
9Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, segunda parte, cap. XVI
10Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, primera parte, cap. VI
11Ricardo de Bury, Filobiblíón, cap. II

Katyn


                                                                        KATYN

Vicente Adelantado Soriano

Si no fuera porque la película de Andrzej Wajda narra unos hechos tan terribles, acaecidos durante la II Guerra Mundial, se podría tomar dicha película como una metáfora de todo cuanto ha sucedido últimamente en España con los casos de corrupción. La película, pese a haberse estrenado ahora, es de hace un par de años, así que intentar ver cualquier paralelismo con la trama corrupta, jueces, periodistas y políticos españoles, es perder el tiempo.
Las primeras imágenes del film, en el puente, ya son estremecedoras: unos polacos huyen hacia el lugar que abandonan otros compatriotas: los alemanes los invadieron por el oeste y los rusos por el este, o al revés, que lo mismo da. Y ambos, trabajando conjuntamente, se dedicaron a perseguir a intelectuales, políticos y militares. Y así, entre unos y otros, lograron descabezar a la pobre Polonia. Los alemanes acaban con la universidad de Cracovia, y los rusos con todos los mandos militares, ejecutados en el bosque de Katyn.
Los crímenes, a sangre fría, resultaron tan horrorosos que fueron negados por unos, y utilizados por otros como propaganda para intentar acabar con la unión de los aliados. Mientras, en Polonia, las mujeres seguían esperando a sus maridos, y oponiéndose a todo tipo de manipulaciones, tanto por parte de rusos como de alemanes. Entre los dos convirtieron a Polonia en un país de viudas esperanzadas cuando no honestas y valientes.
Hay un rendido homenaje de Wajda a la primera mujer que se opuso al poder tiránico, a la sinrazón y a la prepotencia: Antígona. La hermana de un aviador ejecutado en Katyn, va a un teatro, donde precisamente se va a representar Antígona, y sacrifica su larga y rubia cabellera por unos cuantos billetes. La actriz principal representará el papel de la hermana de Polínices con ese precioso cabello. El peluquero advierte, en tanto ejecuta su trabajo, que quien lleva el pelo de otro también lleva parte de su personalidad. Aquí parece que sucede al contrario: es la sacrificada quien asume el papel de Antígona.
Con el dinero conseguido, la hermana del aviador encarga una lápida, donde pone la foto de su hermano con la inscripción de que fue ejecutado por los rusos. En la iglesia, y seguida de cerca por la policía rusa, el sacerdote se niega a colocar la lápida. La hace llevar entonces al cementerio, en cuyo camino tiene una discusión con su hermana, una encarnación de Ismene, del miedo al poder de los hombres. Ismene ve que aquello es inútil. El diálogo, sin embargo, ya no es el de la tragedia de Sófocles. Ismene invoca, cómo no, el mundo de los muertos, al que se dedica su hermana, en tanto que ella pertenece al mundo de los vivos. Antígona no replica aduciendo que estaremos con los muertos toda la eternidad y con los vivos unos pocos años; reivindica, por el contrario, la justicia y la verdad a la que ella se debe. Justicia y verdad que, por supuesto, la conducen a la lóbrega y descendente prisión de donde nunca se sale vivo.
Es estremecedor todo cuanto se cuenta en la película. Y resulta estremecedor que se negara la realidad obligando, a infinidad de mujeres, a vivir con la esperanza de ver regresar algún día a sus maridos o hermanos. Todos yacían, con un tiro en la nuca, en el bosque de Katyn.
Los hechos son terribles. Los pactos secretos, vomitivos; y contemplar las ejecuciones hace replantearse más de una cosa. Cabe añadir a ello la negativa, hasta hace diez años, a reconocer cuanto en Katyn había sucedido.
¿Cómo el ser humano puede llegar a tal desprecio por la vida ni a tamaña bestialidad? ¿Cómo puede haber nadie capaz de ejecutar a un ser humano en una lóbrega prisión sin tener más culpa que ser ciudadano de un país al que se quiere invadir? No, Wajda no deja en muy buen lugar al comunismo de la Unión Soviética. Aquellos crímenes fueron ordenados por Stalin, quien sería considerado el salvador de Europa.
Al parecer hay historiadores que todavía hoy defienden la política de Stalin. También se puede defender la de Creonte, por supuesto, y considerar que Antígona era una princesa un poco tonta y con ganas de llamar la atención. Al fin y al cabo ni la justicia ni la verdad van a devolver la vida a los ejecutados de Katyn. ¿Por qué no callarse entonces como demanda Ismene?
Tal vez porque ya no queda más que la impotencia. Y esa impotencia lleva a un ardiente deseo de reivindicar la verdad. Callarse en ciertas situaciones puede ser peor que vivir en un estado policial.
Lo terrible de Polonia es que fue cogida entre dos fuegos. Y lo que para unos era verdad, y que no por eso dejaron de masacrar poblaciones enteras, para otros era propaganda política, deseo de aniquilarlos. Al final, y no porque el ser humano haya cambiado, sino porque han cambiado las circunstancias, la guerra fría en este caso, terminó por saberse la verdad. Demasiado tarde como para pedir responsabilidades. Por eso mismo siempre habrá gente dispuesta a nadar entre dos corrientes, a sacar tajada y a negar lo evidente. Nada mejor para ello que demonizar al contrario y hacerlo callar por los medios que hiciere falta.
Pobre Polonia, cogida entre dos fuegos: jueces y fiscales por una parte y políticos y periodistas por otra. Antígona siempre estará presente en nuestro corazón. La película de Wajda pone bien a las claras lo poco que ha cambiado el ser humano: la obra de Sófocles se estrenó hace unos 2.500 años; los hechos relatados en la película, hace setenta. Es para pensar con calma y detenimiento.

sábado, 20 de abril de 2013

Un agradable detalle


UN AGRADABLE DETALLE
El día del libro

Vicente Adelantado Soriano

I
Dos libros

Estaba enfrascado aquella tibia mañana en una amena y agradable lectura cuando llamaron a la puerta de mi habitación. Nunca me cierro con llave, así que, sin levantarme de la silla, invité a entrar a quien se hallaba al otro lado de la puerta. No me debió oír, pues los nudillos volvieron a repicar sobre la madera. Me levanté entonces y abrí. Era doña Paquita. Me sorprendió su visita.
-Le había dicho que pasara -dije un tanto estúpidamente.
-Perdone -contestó ella-. Ha pasado una auxiliar, me ha preguntado una tontería, y eso me ha distraído.
-Bueno, pase -la invité haciéndome a un lado.
-No, no hace falta. No quiero molestarlo. Venga esta tarde a las cuatro al salón. No se comprometa con nadie. Por favor.
-Iré. No tema. Hoy no es viernes, así que no hay cine.
Cierto es que no era viernes; pero ya habíamos pasado el meridiano de abril, el tiempo era muy agradable e invitaba a salir a caminar por los parques cercanos, llenos de flores y de vida. Yo prefiero caminar por las mañanas, así que tras un breve descanso en mi habitación, después de comer, me dirigí al salón. No quise hacer un feo a doña Paquita. Fui el primero en llegar. Poco a poco lo fue haciendo el resto de los compañeros. Éramos cuatro en total.
-Los he reunido a ustedes -nos dijo doña Paquita, que se nos presentó en el salón con un bolso más que mediano- porque les voy a proponer una cosa.
-¿No se irá usted? -le pregunté señalando el bolso con la vista.
-No, no me voy. Aquí precisamente -dijo palmeando el bolso- está mi propuesta.
-La escuchamos -intervino el señor Tomás.
-Muy bien -dijo metiendo la mano en el bolso y sacando de él pequeños paquetes que nos fue entregando a todos y cada uno de nosotros. Los paquetes estaban envueltos en papel de color, distintos unos de otros, y atados con una cinta, también de colores.
-¿Y esto? -preguntó el señor Jordi, que se quedó, como el resto, cohibido y perplejo.
-Ábranlo -nos dijo sonriendo-. Es un regalo -nos explicó en tanto, con más o menos cuidado, quitábamos la cinta y rompíamos el bello papel satinado. Y sí, era un regalo. O mejor dicho, dos. Eran dos libros. No muy gruesos, y muy bien encuadernados.
-¿Y a santo de qué viene este detalle? -quiso saber el señor Tomás.
-Dentro de una semana, y por lo tanto tienen tiempo, es el día del libro. El día en el que, parece ser, murió don Miguel de Cervantes. Me ha parecido una buena idea hacerle un pequeño homenaje; pero no con discursos y tópicos. No. Leyendo un par de libros, y hablando de ellos, informalmente, la tarde de ese día. ¿Algún problema?
Nos miramos los unos a los otros entre divertidos y estupefactos.
-Los viejos rokeros nunca mueren -dijo el señor Jordi-. Y las buenas maestras, tampoco. No se preocupe usted: por mi parte traeré los deberes hechos.
El señor Tomás y yo también nos comprometimos. Él, no obstante, se me adelantó a mí en la protesta por el gasto que aquellos regalos le habían supuesto. Nos acalló diciéndonos que ya nos señalaría el día de su aniversario para que la sorprendiéramos con algún detalle. Se excusó, además, por habernos hecho el regalo con antelación al día del libro; pero le apetecía el pequeño homenaje a Cervantes. ¿Cómo no complacer a la buena mujer? Nos entregamos a la lectura con verdadera pasión: iba para examen.
II
El coloquio

Nos volvimos a reunir el día del libro poco después de comer. Pecamos los tres de originales: cada uno de nosotros le llevó una rosa a doña Paquita. Afortunadamente yo añadí un libro al regalo floral. Amablemente nos dio la gracias por las tres rosas, todas rojas.
-Al hilo de lo leído -comencé- y voy a hablar de Cervantes...
-De don Miguel de Cervantes -me corrigió doña Paquita sonriendo.
-Perdón -le devolví la sonrisa-. De don Miguel de Cervantes. Estaba diciendo, comenzando por el libro de don Miguel, que me ha llamado la atención la importancia que, al principio de la novela, se le da a la murmuración, aunque no parece que queda muy claro el concepto.
-Sí, es cierto -intervino el señor Jordi- parece que para el señor perro Berganza, ¿o es Cipión?, la línea de demarcación entre la anécdota, la historia, y la murmuración es harto sutil.
-Se puede hablar de todo -explicó doña Paquita con tono didáctico- mientras no se hiera a nadie. Creo que ese es el límite que marca el señor perro Cipión: quiero decir que señales y no hieras ni des mate a ninguno en cosa señalada; que no es buena la murmuración, aunque haga reír a muchos, si mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.1
-Sí; pero usted sabe que, a veces, la crítica también puede pasar por murmuración. Aun no haciendo daño a nadie. Lo confiesa el otro perro, al que -dije sonriendo- también hemos de tildar de señor. Aquí está -añadí tras buscar la cita, pues mi memoria no era tan buena como la de nuestra anfitriona-: muy sobre los estribos ha de andar quien quisiere sustentar dos horas de conversación sin tocar los límites de la murmuración; porque yo veo en mí que, con ser un animal, como soy, a cuatro razones que digo me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas y murmurantes.2
-Bien ha comenzado la cosa -dijo doña Paquita complacida-. No esperaba menos de ustedes.
-No es eso lo que me interesa a mí de este libro -intervino el señor Tomás que, hasta el momento, no había dicho nada-. Pero tiempo habrá.
-Amanecerá Dios y medraremos todos. Entre tanto -proseguí yo- déjenme que me felicite, y que nos felicitemos todos, pues llevamos ya bastante tiempo juntos, y llevamos unas cuantas conversaciones a cuestas; y que sepa, aunque tal vez nos haría falta la sutileza de los señores Cipión y Berganza, o, mejor aún de su creador, de nadie hemos murmurado en todo este tiempo, y en todas nuestras conversaciones.
-Y no será porque no hay motivos -intervino raudo el señor Tomás.
-No estoy yo tan segura de que no hayamos murmurado. Seguro que algo se nos ha escapado. Pero no me maravillo, Berganza; que como el hacer mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende a hacerle.3 Y fácilmente pasa desapercibido.
-Eso me llevaría a un viejo tema, u obsesión mía -repliqué- que también me ha asaltado ahora en tanto leía el Coloquio de los perros. ¿La virtud se hereda o se enseña? Yo concluí que se enseña, como casi todo en esta vida.
-Eso se lo responde el mismísimo don Miguel de Cervantes. En El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y me van a perdonar porque no recuerdo dónde, hay una discusión entre Sancho y don Quijote. Aquel presume de tener tres dedos de enjundia de cristiano viejo. Y don Quijote le responde que no con quien naces, sino con quien paces.4
Nos quedamos en silencio meditando durante unos segundos.
-Sin duda es así -le dije-. No obstante, parece que tiene razón Cipión al afirmar que el mal nos viene de cosecha... Me explico: hace años en el instituto un profesor puso una película, La ola, basada en un experimento. Un profesor manipula a sus alumnos y estos hacen prácticamente todo cuanto él quiere. Sin embargo, entre las exigencias del profesor, y de los mismos alumnos, no hay ninguna que consista en ser mejores, más virtuosos, buenos ciudadanos... Empapelar una ciudad, hacer ruidos, molestar, hacer fiestas, eso sí; pero no hay ningún proyecto de más altas miras.
-Ese es el problema -intervino el señor Tomás arrimando el ascua a su sardina- que hemos tenido en los sindicatos: nos acordamos de santa Bárbara cuando truena. Ahora, llevar una lucha continuada, día a día, ya es otro cantar.
-Sí, es muy difícil ser constante -corroboró doña Paquita-. El hombre, como la lengua, trabaja con el mínimo esfuerzo posible.
-Así nos luce el pelo. Aunque tal vez tengan razón los señores perros -sentenció el señor Tomás- y nadie cambiará mientras no cambie el hombre.
-Para largo me lo fiáis -le repliqué.
-Aquí -dijo el señor Tomás mostrando el libro de don Miguel de Cervantes- ya está planteado, y muy bien planteado, lo que es la corrupción. Me han impresionado las palabras de Cervan... perdón, de don Miguel.
-¿A qué se refiere? -inquirió doña Paquita.
-A las escenas en el matadero de Sevilla. Los jiferos son descritos como unos grandes ladrones de toda la carne que entra en el matadero. Me han recordado los años que llevamos de corrupción en España con políticos y allegados.
-Y los que nos quedan -intervino el señor Jordi.
-Ya lo advierte don Miguel -dijo buscando una cita. Llevaba el libro marcado con papelitos de colores-. Aquí está: Los dueños [de las reses] se encomiendan a esta buena gente [los jiferos o matarifes] que he dicho, no para que no les hurten (que esto es imposible), sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en las reses muertas, que las escamondan y podan como si fuesen sauces o parras.5 ¿No sería interesante -preguntó irónico- ya que no vamos a poder evitarlo, poner en la Constitución el tope de la cantidad que los distintos políticos, según su rango, pueden robar del erario público?
-Sería consagrar el hurto -repuso el señor Jordi.
-Y lo otro -le replicó el señor Tomás- es cerrar los ojos a la evidencia.
-Si me permite -habló el señor Jordi con una leve sonrisa en los labios- creo que nos estamos despeñando por el acantilado de la murmuración. -Doña Paquita sonrió-. Quiero decir que no hay tanto político corrupto como ladrón había en el matadero de Sevilla. En todas partes hay gente honrada y buena.
-No le digo que no...
-En eso estoy de acuerdo con usted -interrumpió la única dama de la reunión-. Yo terminé harta, siempre que había un claustro en el instituto, o se hablaba de la juventud, de que todo el mundo se fijara, nada más, en los malos alumnos, o en los maleducados... Si en una clase había treinta alumnos, podía usted estar seguro de que una gran mayoría, veinte o veinticinco, eran buenas personas, educados, y hasta buenos estudiantes.
-Es cierto -corroboró el señor Jordi-; pero treinta o cuarenta personas leyendo o estudiando en una biblioteca pasan desapercibidas, no son noticia, en tanto que dos necios con un tambor, o con un coche con un aparato de alta fidelidad, pueden molestar a toda una ciudad.
-Es verdad -dije en tanto me venía a las mientes una frase de Cervantes, así, ya que doña Paquita no me oía los pensamientos, que no sé si tenía mucha relación con el caso, pero que a mí me apetecía soltar-. No sé -advertí- si viene a cuento o no; pero oyendo al señor Jordi he recordado que advierte don Miguel que para saber callar en romance y hablar en latín discreción es menester, hermano Berganza.6
-Pues, hombre -me dijo el señor Jordi sonriendo- qué quiere que le diga... Mucha relación no parece que tenga. Pero tampoco tenemos que andar por aquí buscándole los cuatro pies al gato.
-No hace falta buscar nada -tomó la palabra el señor Tomás-. Yo no sé si es murmurar o no -dijo mirando a doña Paquita-, pero quiero hacer insistencia en lo mismo que lo hace don Miguel. Me ha llamado la atención.
-Algo relacionado con la política será -le replicó doña Paquita.
-Todo está relacionado con la política, señora mía. O todo es política, como usted prefiera.
-Sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.7
-Limpia como una patena, y aun le diría que con sus puntas y adornos de buen católico y claro lector de los Evangelios, pues el señor Berganza, contando sus andanzas, hace una contrafigura de Jesús, del Buen Pastor. Y volvemos a hablar de la corrupción. Lo recordarán ustedes: se mete el buen can en un hato de pastores como perro guardián. Todas las noches lo azuzan en contra de los lobos; y todas las noches los lobos matan un carnero sin que él, ni los otros perros, lo puedan evitar. Por el día, ante el nuevo ataque, se desespera el dueño del hato, y reciben palos los perros, que se han hecho pedazos corriendo tras el lobo. Y así, viéndome un día castigado sin culpa y que mi cuidado, ligereza y braveza no eran de provecho para coger el lobo, determiné de mudar de estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de costumbre, lejos del rebaño, sino estarme junto a él: que pues el lobo allí venía, allí sería más cierta la presa. Cada semana nos tocaban a rebato, y en una oscurísima noche tuve yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase. Agachéme detrás de una mata, pasaron los perros, mis compañeros, adelante, y desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron de un carnero de los mejores del aprisco, y le mataron, de manera que verdaderamente pareció a la mañana que había sido su verdugo el lobo. Pasméme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos y que despedazaban el ganado los mismos que lo habían de guardar.8
-Homo, homini lupus -dije sintiendo que la dichosa frase latina me salía de las entrañas.
-Ahora, ahora -se alegró el señor Jordi- ahora es cuando usted le da la razón a don Miguel con eso de los latinajos.
-¿Por qué? -interrogó doña Paquita-. Está muy bien traída esa conclusión, aunque sea en latín.
-Máxime -volvió a la carga el señor Tomás, que no soltaba su presa- si este cuento lo tomamos como una parábola. Aunque no hace falta. Es claro como la luz del día.
-Sí -dije- la corrupción es consustancial al hombre, como la murmuración.
-¿Y cree usted que siempre será así?
-No lo sé -respondí-. Poco antes de venir aquí... yo vivía en un piso bastante alto. Desde la ventana de mi habitación veía parte de una gran avenida. Al inicio de la misma, en un chaflán, sobre la acera, había un contenedor. Un día de mucho viento, este arrojó a dicho contenedor sobre la calzada con evidente peligro de los conductores. Una pareja, un hombre y una mujer, que pasaban por la acera, se bajaron y comenzaron a empujar el contenedor. No podían con él. Un conductor los ayudó empujándolo con su coche... y luego lo subieron a la acera. No sé, tal vez estaba yo sentimental aquel día. Pero eso me alegró. Ese mismo día fui a coger el autobús, y cuando subí me percaté de que me había dejado el bonobús en casa... Un desconocido me pagó el billete...
-Sí, es una pena que los humanos no nos ayudemos más.
-Tal vez sea por nuestras propias limitaciones o por ignorancia. Yo estoy seguro, por ejemplo, de que doña Paquita hubiese preferido que hubiéramos hablado de la importancia de don Miguel de Cervantes como novelista en vez de hablar de lo que hemos hablado, y de la desastrada forma en que lo hemos hecho. Yo he intentado complacerla, y así tal vez podría hablarle de la crítica que el señor perro Berganza hace de la novela pastoril, por la que, no obstante, siente una cierta atracción, como don Miguel la sentía por las denostadas novelas de caballerías.9 Tal vez sería capaz de establecer un paralelismo entre el señor Berganza y el malaventurado Lázaro de Tormes. Son, y corríjame si me equivoco, los inicios de la novela moderna: el personaje que se define conforme va actuando, pasando por diversos estadios...
-Son ustedes -dijo doña Paquita emocionada- la mejor compañía que una podía desear.
-No quiero que se levante la tenida -dijo el señor Tomás- sin antes recordar otro pasaje, y nos dejamos muchos por comentar.
-Eso estaba previsto -intervino una doña Paquita emocionada-: no sólo no me maravillo de lo que hablo, pero espántome de lo que dejo de hablar.10 Pero diga usted.
-Digo que me han hecho mucha gracia los pasajes del alguacil cobarde que pasa por valiente sorprendiendo a quienes lo son, o sobornando a los truhanes para que se dejen vencer de él en medio de la plaza.11
-El miles gloriosus -apuntó doña Paquita-. El soldado fanfarrón, presente en muchas obras de la literatura castellana. Y qué bien se la juegan los gitanos.
-Y en justa correlación con él -siguió el señor Tomás- está la historia de la perrilla faldera que, amparada de su ama, se atreve a morder una pierna al sufrido señor Berganza. Consideré en ella que hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes cuando son favorecidos, y se adelantan a ofender a los que valen más que ellos.12
-Esa última parte siempre me ha recordado a Lázaro de Tormes, cuando cuenta que su hermanico, habido de su madre con un negro, y de su mesmo color -así lo dijo doña Paquita- se pasma y asusta de ver a su padre, negro como él, a quien llama el coco. Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico y dije entre mí: “¡Cuántos deben de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!”13
Y en esto entró una bella señorita llevando una pequeña tarta, fabricada con edulcorante, y una botella de champán. Era un detalle del señor Jordi, quien me rogó que no lo descubriera: quería mantener vivo el tópico de la tacañería de su gente.
-Se nos ha quedado un libro por comentar -dije yo-. Y este por acabar.
-Y a mí se me ha quedado en el tintero la solución del arbitrista para salir de la crisis actual, que tantas desgracias está generando. La solución de don Miguel puede parecer una ironía, pero tiempo al tiempo... Se la apunto para que se la digan a la señora canciller de las Germanias. Hagan la traducción como Dios manda: Hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de su Majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados de ayunar una vez al mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que han de gastar aquel día, se reduzca a dinero, y se dé a Su Majestad, sin defraudarle un ardite, so cargo de juramento; y con esto, en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado.14
En tanto el señor Tomás leía este párrafo, el señor Jordi abrió la botella de champán, llenó las copas e hizo que nos pusiéramos de pie.
-Doña Paquita -dijo el señor Jordi- es usted, o ha sido, y lo digo por lo que ahora veo y espero ver en el futuro, una buena maestra. Una gran maestra. Me he aprendido el fragmento de memoria. Espero que esta no me falle. Va por usted: No sé qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco, o nada, de ella, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que justamente con las letras les mostraban.15
Y en esto a doña Paquita le brotaron las lágrimas, nos besamos y abrazamos todos, y concluimos la tarta y el champán. Y así celebramos, en paz y armonía, el día de don Miguel de Cervantes. La celebración nos quedó un poco desalabazada, lo sé. No obstante, ad mutos annos, don Miguel, y perdón por el latinajo. Y no digo más.
1 Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros, en Novelas ejemplares, III. Edición de Juan Bautista Avalle-Arce. Clásicos castalia. Madrid, 1982, p. 251
2 Ibídem, p. 262
3Ibídem, p. 245
4Sentimos decirlo, pero doña Paquita se equivoca. Quien pronuncia el refrán es Sancho Panza, cuando don Quijote lo envía a llevarle un mensaje a Dulcinea. Sancho, con pocas ganas de llevar mensajes ni de azotarse para desencantar a la señora Dulcinea, se dice entre sí que su amo está loco, y que él no le anda a la zaga, pues lo sigue, no con quien naces... Véase Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, segunda parte, cap. X
5El Coloquio... p. 246
6Ibídem, p. 268
7Ibídem, p. 253
8Ibídem, ps. 256-257
9Véanse al respecto las ps. 253-255 de la mentada edición.
10Ibídem, p. 255
11Ibídem, p. 275 y ss.
12Ibídem, p. 321
13Lázaro de Tormes, Tractado primero.
14Ibídem, ps. 318-319
15Ibídem, p,